Cuando florece el cerezo

CAPÍTULO 1 

En un lugar del Algarve, Portugal.

Aunque aún conserva vestigios de sus raíces como pueblo de pescadores, con una pequeña industria pesquera que apenas sobrevive, desde hace algo más de una década, este lugar se ha convertido en un destino de turismo internacional.

Desde que era tan solo una aldea de marineros, mi esposa y yo hemos viajado hasta aquí durante los otoños, huyendo del estrés de la vida en la ciudad y de la intensa actividad que mantenemos año tras año. Venimos buscando algo de tranquilidad, recuperar energía y recargar las pilas para un nuevo ciclo en nuestras vidas. Más recientemente, se construyó un centro turístico de relax, Golden Club, con todas las instalaciones necesarias para tal fin. Así que no dudamos ni un instante en convertirnos en residentes habituales.

Habían pasado unos días desde nuestra llegada. Aprovechando la poca afluencia de turistas por las mañanas, acudí solo a la zona de spa, adelantándome a mi esposa, con la intención de hacer mi recorrido habitual por sus instalaciones en busca del mayor bienestar. Cargado con la tensión que traigo desde la ciudad, cuando me recuesto en la sauna, hay momentos en los que consigo un estado de relajación tal que parece que logro levitar, o al menos, así es como me siento mental y físicamente.

Para realizar mi circuito completo, lo siguiente en mi rutina es disfrutar de la satisfacción que me produce el jacuzzi. Me encontraba profundamente abstraído cuando un sutil chapoteo en la piscina cercana me obligó a entreabrir los ojos.  

Un niño de corta edad jugueteaba en el agua. Al buscar con la mirada al adulto que lo cuidaba, vi a una joven sentada que seguía sus movimientos con mucha atención. Como no era habitual entre los visitantes del lugar, me llamó la atención que ambos eran orientales.

Mientras cerraba nuevamente los ojos, dirigí la mirada al letrero en la pared frente a mí que advertía del peligro de caídas al resbalar con los pies mojados. Esbocé una sonrisa burlona al recordar a algunos visitantes que, ignorando la advertencia, protagonizaron situaciones muy embarazosas, aunque sin hacerse daño.

Me volví a sumergir en mi estado de relajación. Estaba casi dormido cuando, de repente, un leve sonido me trajo de nuevo al mundo exterior. Como venido de siglos pasados desde el Lejano Oriente, a través de una de las claraboyas del techo del recinto, descendía lo que, a pesar de mi asombro, parecía un ninja con todo su equipamiento, como los que había visto en alguna película. “Estaré soñando”, pensé.

Pero los desgarradores gritos de la joven oriental y del niño me hicieron ver que estaba ante una situación desesperada y, aunque sumamente extraña, era tan real como el frío que invadía mi cuerpo a pesar del agua templada del jacuzzi. Con la cabeza y el rostro cubiertos, el asesino blandía su afilada katana de manera amenazante, con la intención de dar un golpe mortal a la mujer y, seguramente, también al niño.

Se disponía a llevar a cabo su amenaza cuando, en un movimiento brusco de aproximación, el suelo mojado bajo sus pies le hizo perder el equilibrio, provocándole un gran golpe en la espalda y en la cabeza que lo dejó tumbado en el suelo, inconsciente.

 

CAPÍTULO 14 

Había concluido toda la ceremonia durante el funeral de su esposa cuando comenzó a amanecer. Manteniéndose arrodillado sobre el tatami, Takeshi se giró y se acercó a la mesita central del salón, donde estuvo escribiendo durante unos instantes. Al terminar, plegó el documento y caligrafió en el frontal: “Para entregar a Ichirō Tadakatsu”.

Luego, con un desplazamiento de rodillas, se puso nuevamente junto al butsudan, donde permaneció durante mucho tiempo, mientras numerosos recuerdos acudían a su mente: las imágenes del momento en que conoció a su querida esposa, cuando fue aceptado para ingresar en la Guardia Imperial y el período de entrenamiento, en el que tuvo el honor de contar con la amistad de Ichirō, y tantos momentos llenos de espiritualidad y felicidad que compartieron. ¡Los pensamientos eran tan reales y reconfortantes!

De regreso al presente, mirando fijamente el recipiente donde estaban las cenizas de su amada Aika, entró en una profunda meditación sobre lo que había significado para él seguir el verdadero camino del samurái.

Con voz tenue y reposada, hablaba a las cenizas de su mujer. “Justicia, valor, compasión, respeto, honestidad, honor y lealtad. Los valores y principios que, como una luz, han alumbrado nuestros pasos al servicio del Espíritu Universal. Estoy abatido porque, cuando nos cercó la oscuridad, no pude mantenerlos contigo, mi muy amada Aika. No pude protegerte mientras aún respirabas. Pero, por mi honor y lealtad, y por mi inmenso amor, estoy resuelto a hacerlo en el Gokuraku, donde alcanzaremos la iluminación y, por fin, estaremos en paz y seremos felices para siempre. Pronto me encontraré contigo y permaneceremos allí juntos por la eternidad.

”Pero antes de ir hacia ti, déjame atravesar estas tinieblas que nos gobiernan para cumplir mi última misión como samurái. Por mi honor y lealtad hacia ti, querida Aika, y hacia nuestra amada nación.

”En el ocaso del día y de mi vida, con serenidad de espíritu, iniciaré mi marcha por el Río de los Tres Cruces. Espérame solo un instante, amada esposa”.

Sin temer a la muerte, sino anhelándola, Takeshi preparó su mente y corazón para recibirla. Como en un ritual, se vistió lentamente con la indumentaria tradicional del samurái, portando su katana y el tantō.