Estarás conmigo en el paraíso
CAPÍTULO III
La boda
Desde temprano, María inició el ceremonial que, finalmente, terminaría en la unión con su amado esa misma noche. Por temor a que su familia notase su embarazo, que ahora estaba en su cuarto mes, tras asegurar la puerta, con tranquilidad bañaba y perfumaba su cuerpo. Su bello rostro y el brillo de sus ojos, eran un reflejo de la serena felicidad que sentía al ver que, a pesar de las extrañas circunstancias por las que estaba pasando, estas no habían impedido que viera realizado su sueño. Mientras, embelesada, acariciaba su vientre…
José y María, adornados con sus mejores ropas para la ocasión, según la costumbre, permanecían de pie mientras se llevaba a cabo el ceremonial, y Judas bendecía a la pareja. El lugar se hallaba impregnado con las fragancias de la primavera, las especias, y los perfumes, que se entremezclaron con el éxtasis de felicidad y gozo que llenaban toda la estancia.
Tras descubrir su rostro, María clavó sus ojos en los de su amado. Estos expresaban el amor, la felicidad y la gratitud que sentía por él. A pesar de las circunstancias extraordinarias que rodeaban su matrimonio, José estaba profundamente enamorado de ella, y la miraba plácidamente, sin mover sus ojos ni un instante de su hermoso rostro.
CAPÍTULO VI
Judas el Galileo, los zelotes y los sicarios
Judas también estaba allí, junto a la que era la casa de sus padres, quienes yacían muertos.
Ante sus cuerpos sin vida, con el rostro descompuesto y la mirada perdida, en su desesperación, con gran llanto y gritería, cayó rostro a tierra, y solemnemente prometió venganza.
En un instante, brotó todo el odio que, durante años, había estado latente en su corazón. Una y otra vez, se repetían sus recuerdos con las imágenes de la muerte y el entierro de su primer hijo. Y se conjuró, para vengarse hasta el final de sus días. Venganza, por las muertes de su primogénito, de sus padres, y por la matanza de Séforis. Por profanar la tierra santa de sus antepasados con sus imágenes idolátricas, y por toda la opresión y abusos de Roma.
Estas disposiciones servían para fortalecer la determinación de los distintos grupos y facciones, que combatían al opresor romano, y alimentaban el surgimiento de otras nuevas. En este semillero de odios y nacionalismos, nació uno de los movimientos más sanguinarios: los zelotes. Su fundador, Judas el Galileo.
Así que, de entre los que apoyaban su causa, y los simpatizantes, Judas fue formando una tropa para atacar en guerra de guerrilla.
Entre ellos, se formó una facción sumamente extremista conocida como los sicarios, varones de puñal, que se caracterizó por su intransigencia y gran violencia. Estos eran un pequeño ejército de asesinos, que fueron adiestrados en el manejo de la sicar. Esta se convirtió en el arma ideal, para llevar a cabo las ejecuciones contra los soldados romanos, y contra todos los compatriotas considerados enemigos.
Para llevar a cabo sus crímenes, aprovechaban cuando se producían concentraciones de gentes, especialmente durante las fiestas, entre quienes podían escabullirse fácilmente, así como las calles solitarias durante la noche. Actuaban con tal rapidez y sigilo, que cuando se descubrían los cadáveres, los ejecutores ya se habían puesto a salvo. Por eso era sumamente difícil conocer la identidad tanto de los ejecutores, como de sus cabecillas.
Sus componentes eran adoctrinados en las creencias radicales de Judas, y entrenados en sus métodos de actuación, que incluía, señalar los objetivos que debían ser eliminados. Desde ahí, individualmente, o en pequeños grupos, se decidía el momento y el lugar para llevarlos a cabo.
Judas se fue revelando como un hombre que poseía una gran elocuencia, de firmes convicciones, y calmada firmeza. Reprochaba a los dirigentes judíos que se sometieran a los romanos inmundos, y que rápidamente se hubieran doblegado a ellos. La imagen de dignidad que proyectaba, y lo extendida que estaban sus doctrinas entre la población, atrajeron a grandes cantidades de personas. Por su profunda religiosidad, su sentido de la justicia, y su gran poder de persuasión, logró que lo viesen como el líder carismático que necesitaban, y muchos llegaron a considerarlo como un mesías…
Judas tenía tres hijos varones. Ariel, el primogénito, y sus hermanos Menahem y Eleazar.
En vista del giro que habían dado sus vidas, y sin importar cuán cortas eran sus edades, el padre les iba inculcando sus creencias, poniendo especial énfasis, en la justificación de la violencia extrema sobre los inmundos romanos, y sus colaboradores. Y así los fue emponzoñando con el odio a sus enemigos, hasta lo más profundo de sus entrañas.
CAPÍTULO VII
Ariel Ben Judas
Estos rebeldes ansiaban tanto la libertad que, aunque no pudieran conseguirla, se conjuraban para luchar hasta el final de sus vidas. Y es que estos no temían a la muerte, pues estaban convencidos de que, si tenían que sucumbir a ella, mayor bien les esperaba. Pues consideraban que solo Dios es su Gobernante y Señor. Así que no importaba cuanto sufrimiento, y cuantas muertes se produjeran, con tal de no admitir a ningún hombre como amo. De esa creencia venía su inquebrantable firmeza frente a la adversidad, y su gran resistencia y menosprecio del dolor.
Así comenzó a formar y entrenar a un ejército no muy numeroso, pero bien adiestrado, experto en todo tipo de armas, especialmente con el arco. Fueron preparados para que, con rapidez, llevaran a cabo sus ataques en guerra de guerrilla, asaltos, y todo tipo de emboscadas, infringiendo al enemigo la mayor cantidad de bajas, en el menor tiempo posible, mientras se movían por todo el territorio de Israel…
Sin embargo, estos tenían un primer objetivo: ejecutar a los traidores que tramaron la muerte de su padre. Así que llevaron a cabo una investigación minuciosa, hasta averiguar con seguridad quienes participaron, de una u otra forma, en el complot que acabó con su vida.
Menahem y Eleazar, los hermanos menores de Ariel, con un grupo de sicarios, acudieron a Zadoq, en Jerusalén. Aunque pertenecía a los fariseos, desde el principio había colaborado estrechamente con su padre en la creación de los zelotes. Él les había hecho llegar la noticia de que había identificado a los traidores. Los cabecillas de la maquinación fueron Aser, de los saduceos, y Benamí, de los fariseos.
Los hijos de Judas formaron dos grupos. Cada uno de ellos, con la mitad de sus hombres, se encargarían de llevar a cabo la venganza sobre los judíos traidores. Estos fueron ejecutados sin piedad, conforme a lo establecido en la Torá: ‘ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe… vida por vida’…
Habían pasado casi dos años, desde la muerte de Judas y muchos de sus partidarios. Parecía que, desde ese suceso, se había conseguido traer cierto grado de estabilidad y paz al territorio.
Para este tiempo, Ariel y su pequeño ejército, tenían planeado la forma de acabar con Publio Casio, el general romano que había causado la muerte de su padre, colgándolo de un madero hasta morir. Este estaba a las órdenes de Coponio, el primer Prefecto nombrado por Roma sobre Judea, y que tenía su residencia en Cesarea…
Cesarea era una gran urbe, de más de cien mil habitantes, que contaba con hermosas edificaciones, y donde convivían personas de todas las procedencias, bajo la protección de su prosperidad material.
Aquí vivía el que había de morir. Ariel lo sabía, y con impaciencia, esperaba el momento fijado en su plan.
Había la costumbre de que, con motivo de la celebración de las fiestas grandes de los judíos, los gobernantes romanos acudieran a Jerusalén. Era primavera, y estaba próxima la gran fiesta de la Pascua. Antes de que partieran hacia la capital judía, Ariel y su guardia, habían estado de incógnito por la ciudad durante unos días, recabando información.
Ya tenían decidido el lugar y el momento idóneo para el ataque. Confiados por la ausencia de grandes disturbios, Coponio inició el viaje escoltado por el general Publio Casio, con una pequeña fuerza de infantería, y alguna caballería. Cuando llegaron al lugar escogido, montaron el campamento para pasar la noche.
Ariel y los suyos, esperaron pacientemente a que, todos, excepto la guardia, se durmieran. Sin duda, era el momento soñado.
Protegidos por la oscuridad, con gran precisión y rapidez, eliminaron a la guardia. Después, silenciosamente, pudieron entrar en la tienda de Publio, que dormía plácidamente. Haciendo uso de su sicar, Ariel le cortó el cuello. Por unos instantes permaneció de pie, inmóvil, mirando cómo se desangraba y perdía la vida, quien se la había quitado a su padre.
CAPÍTULO X
Barrabás
En-guedí, no solo servía de refugio para los zelotes. Hasta aquí acudían todos los que, por una u otra causa, necesitaban poner tierra de por en medio. Así que, frecuentemente, también podían verse por el lugar a todo tipo de fugitivos, y algún que otro grupo de ladrones.
En esta ocasión, Ariel y sus hombres coincidieron con Barrabás, y lo que quedaba de su banda. Este les recriminó que se dedicaran a robar a sus propios compatriotas, especialmente a los más pobres e indefensos. Les propuso dar a sus vidas un sentido más noble, y los invitó a que se unieran a ellos, en la lucha contra los inmundos invasores de la sagrada tierra de Israel; de hacer de brazo ejecutor del Dios de sus antepasados, y defensores de aquellos, que hasta ahora eran el objeto de sus robos.
Tras debatir durante unos días sobre ello, finalmente, Barrabás y sus hombres decidieron unirse a Ariel. No porque se convirtieran en luchadores de la justicia, sino porque, en realidad, cada vez era más difícil conseguir un buen botín, de la ya de por sí, muy empobrecida población…
Así, llegamos a Jope, donde termina la llanura. Establecida sobre una colina rocosa, tenía a sus pies uno de los pocos puertos naturales de Judea. Fue construido aprovechando que, a poca distancia desde la costa, se había formado un arrecife rocoso. Desde mucho tiempo atrás, fue el puerto más importante de la zona. Ya en los días del gran rey Salomón, sirvió como base para su comercio exterior. Desde los bosques del Líbano, las minas de Tarsis, hasta los hermosos caballos de Egipto, todo llegaba a Salomón, en Jerusalén, a través de este puerto.
Aquí se respiraba el ambiente marinero por todas partes. Con el tránsito de gentes de toda procedencia, y el continuo transporte de mercancías, abundaban las tabernas, donde se escuchaba a la gente hablar en una gran diversidad de lenguas, en medio de un gran jolgorio, mientras disfrutaban de gran variedad de cervezas procedentes de Egipto, y de la cercana Fenicia.
Sin duda, era el lugar ideal en el que Ariel y su grupo podían ocultarse entre sus gentes, durante el tiempo necesario para estudiar la situación, y llevar a cabo su ataque, en el que, nuevamente, consiguieron otra victoria.
CAPÍTULO XI
El funeral de José, el carpintero
Iniciaron la marcha, de nuevo a través del territorio de Perea, y poco después, llegaron a Pela, en el norte. Tras permanecer allí un breve periodo recuperándose, quisieron partir hasta Gadara, en el lado oriental del mar de Galilea, pues algunos de los hombres expresaron el deseo de pasar un tiempo con sus familias.
Era el año 25 E. C. Mientras permanecía allí, Ariel y su guardia, dudaban en volver a visitar su casa, pues sabían que los romanos mantenían a Nazaret bajo vigilancia, a fin de apresarlos. Mientras deliberaban sobre el asunto, les llegó la noticia de que acababa de morir José, el carpintero.
A pesar de lo arriesgado, por los grandes lazos que les unían, Ariel acordó con sus hombres, que iría al funeral con su guardia personal. Mientras, el resto de la tropa, permanecerían en Gadara, pues si ocurría lo peor, ellos podrían continuar con la lucha, manteniendo la promesa hecha a su padre, y siendo leales a los juramentos que solían hacer antes de cada ataque.
CAPÍTULO XXVII
Prisioneros
En la prisión de la Fortaleza Antonia, Ariel Ben Judas, esperaba ser ejecutado pronto, como antes lo fueron su padre, Judas el Galileo, y su hermano pequeño, Eleazar.
Durante años de agotadora lucha, habían combatido con fiereza a los invasores, romanos inmundos. Atraídos por el recuerdo de Judas, los hombres jóvenes de todo Israel, pero especialmente de Galilea, se fueron uniendo a Ariel y sus hermanos, para luchar por la causa de los zelotes. Pasaron de ser un puñado de hombres, bien entrenados y preparados en la guerra de guerrillas, a un ejército numeroso, muchos de ellos con sus propias familias. Con el tiempo, entendieron que había llegado el momento de comenzar la conquista de algunas fortalezas, en las que establecerse, y cuidar de los suyos.
La primera fue Herodión, donde estableció su residencia Ariel, y su hombre de confianza, Eleazar Ben Simón. Después En-guedí, Jotapata, Gamala, Hebrón y Masada, conquistada por Menahem y los sicarios.
En algunas entraron con astucia, en otras se cortaron muchas vidas y se derramó gran cantidad de sangre. Y en otras, fueron aclamados como libertadores.
CAPÍTULO XXVIII
La muerte de Judas Iscariote
Mientras tanto, desde que supo que su Maestro, un inocente, estaba próximo a ser ejecutado, afligido, Judas Iscariote cayó en una gran desesperación. Aunque en este día de primavera, la luz del sol dominaba en la ciudad, una profunda oscuridad cubrió su alma.
Tras vender traidoramente a su Amo, el Mesías, aterrorizado por un sentimiento de culpabilidad, se hundió en un estado mental autodestructivo. Privado de paz, desvariaba en sus pensamientos, y sufría de alucinaciones.
Vagando sin rumbo por las calles, a cierta distancia, se topó con la muchedumbre que se agolpaba a la puerta del palacio de Pilato y, al fondo, llegó a ver a su Señor, con las manos atadas.
Enloquecido, fue arrastrado por un impulso irresistible, que no se satisfaría hasta terminar con su vida.